10/01/2021

Por José Luis Ibaldi VOLVER

Clarea y la libertad se siente

Clarea. El sol se insinúa en el horizonte. El campo hace rato que ya está movilizado. La esperanza de un nuevo día la intuyen horas antes los gallos con sus onomatopéyicos cánticos, anunciando su presencia ante las integrantes del harem. Para los zorros y los peludos, que han salido de caza durante la noche, ya es hora de descansar. Los esperan sus respectivas madrigueras.

Clarea. Salgo a caminar y enfoco la huella que enlaza el campo familiar, donde tengo mi asiento vacacional, con el camino rural principal. ¡Claro que no es lo mismo que hacerlo en la ciudad! Acá no hay más ruidos que los que emiten los diferentes pájaros que sobrevuelan el área; el de los cerdos que ya piden el desayuno o el de las gallinas que solicitan a los cacareos airados que se les abra las puertas del recinto donde pernoctan, para sentir -al igual que yo- la libertad de tener un espacio a su disposición.

Clarea. Los teros, como los sindicalistas, se declaran movilizados y en alerta, comenzando a sobrevolarme con su clásico vuelo rasante, como advirtiéndome que no me desvíe del camino. Las cotorras, cual fuerza aérea que custodia el campo de los Priolo -más bien a algunos de los árboles con frutos que aún quedan en pie-, también hacen su barullo anárquico. Y alguna lechuza curiosa, me mira desde una distancia prudencial, dispuesta a batir sus alas ni bien me quisiera acercar a fotografiarla.

Clarea. Enfilo ya mis pasos por el camino rural rumbo al Departamento de Tercero Arriba, ya que el alambrado perimetral del campo hace de límite imaginario con el Departamento Río Cuarto. Siento la brisa fresca de la mañana en mi rostro. Mis ojos se fijan en el sol que, poco a poco, va asomando en el horizonte. Y, a mi lado, corretea el "Tutuca", un cachorro de "raza indefinida", fiel acompañante de mis salidas matinales.

Clarea. La libertad se palpa, se mastica, se siente. Avanzo por la traza vial con un objetivo: llegar al camino grande que une a la minúscula comunidad de Puente Los Molles con la ciudad de General Deheza.

Clarea. El camino rural también tiene sus dueños, que se mueven a sus anchas sobre su superficie, por arriba o debajo de ella. Escarabajos, pequeñas orugas, mariposas, avispas, abejas, moscas, tábanos. También, haciendo y rehaciendo parapetos y trincheras, las hormigas, que afanosamente y en innumerable caravana, se desplazan con su preciado botín hacia las profundidades de sus cavidades donde habita la colonia. Las huellas de los animales nocturnos aun se denotan en el suave guadal depositado sobre la huella. Son los vestigios de su paso en búsqueda del alimento diario.

Clarea. Mis pasos se aceleran rumbo a la meta. Sigo ensimismado en la naturaleza que me rodea. Sólo existe ella y yo. Nada se interpone. La libertad existe, el problema es que no nos damos tiempo de encontrarla, de vivirla, de sentirla. El sol ya entibia mi piel y la meta está cumplida. Ahora hay que volver al casco familiar. Allí espera la calidez y la labor de la gente que, diariamente, sin pedir mucho más que la dejen trabajar en paz y con reglas claras, hacen un alto para dispensarse media hora para tomar unos mates, comer algún pan dulce o budín que sobró de las Fiestas y dialogar. Eso es lo que no saben y se pierden quienes nos gobiernan.

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